Por Galdino Enríquez
La mayoría de los niños habían completado su examen escrito. Para que no interrumpieran a los que faltaban, la joven maestra les dio permiso de salir al patio. La algarabía del juego llegó tentador a los oídos de Jairo, quien no tardó en entregar su prueba y acompañar en el bullicio a sus compañeros.
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Pero la alegría del juego resultó más atrayente y no ayudaba
a la concentración de Jairo. Y fue peor cuando sus compañeros comenzaron a apurarlo
desde la ventana. Entonces, los espíritus del arrojo poseyeron a Joaquín, quien
tomó su examen y se lo presentó de nuevo a la maestra.
Colocando la palma de su mano derecha sobre el papel y con
voz de mando le dijo:
- Maestra, póngame 5, 8, cero; lo que usted quiera – y salió corriendo sin esperar alguna indicación.
El rostro de la maestra cambiaba de tonalidad mientras
respiraba y abría sus ojos aceitunados inundados de sorpresa. Cuando recobró la
cordura, tomó la prueba y se dirigió a las oficinas del colegio para exponerle
al director el caso. Cuando terminó de hablar, el director le preguntó:
- ¿Dice que mi hijo hizo todo eso?
- Si.
- Dígame. Cuando los otros alumnos comenten alguna falta académica que afecte su desarrollo escolar, ¿usted llama a sus padres?
- No.
- Hágalo.
Desde ese día, la maestra Miriam se volvió en la favorita de
los padres de familia.
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